Escucho los tambores, imagino las sirenas bailar como las mujeres de mi familia, imagino el mar mecerse acompañando el retumbar de las manos que recorren y hacen vibrar la piel que envuelve la madera.
La tristeza en aquellas fiestas adquiría un tono agridulce que recargaba de vida los corazones y alimentaba las necesidades más salvajes. Yo me quedaba mirando cómo se movían, cómo alcanzaban gran velocidad los pies golpeando el suelo, cada vez con más fuerza y más rápido. El ritmo de los tambores cada vez más fuerte y más rápido. Poco a poco, el movimiento se iba contagiando al resto del cuerpo, primero los brazos, cuando ya se habían asegurado de poder seguir el ritmo, comenzaban a retorcer el tronco como una serpiente hasta llegar a la cabeza, era un movimiento armónico que no se sabía dónde empezaba ni dónde terminaba, era infinito. Ahora llega el momento de la independencia de las cabezas. Cuando el cuerpo está completamente anestesiado, la cabeza empieza a volar en continuos medios giros, hacia un lado, hacia otro, hacia un lado, hacia otro…hasta sobrepasar el ritmo de los tambores, se escuchaban los chasquidos de los cráneos, de los tendones; los ojos se iluminan de un blanco puro, los labios y las mejillas se sueltan y se mueven como gelatina; entran en estado de inconsciencia; ellos, la tierra, el viento, el agua y el fuego son uno, el todo es ellos. Celebrar la unión, el intercambio de conocimientos, les aparta de la ceguera del hambre y la angustia.
Yo era pequeña cuando todo esto sucedía, la sincera mirada de mi abuela después de la danza siempre me hacía preguntarme qué es eso tan maravilloso que le sucedía para que estuviera tan contenta. Nunca se paraba con nadie en ese instante, y después se me olvidaba preguntarle.
Un día amaneció con una luz antojadiza, el sol alumbraba de soslayo, dejando al descubierto montañas y árboles, y escondiendo senderos y cuevas secretas, aquel día mí abuela vino a verme. Cuando la vi aparece tras el quicio de la puerta fue una sorpresa que me reveló que algo importante iba a suceder. Ajusté mi postura en la cama para que no me riñera. Entró con el aire sobrio, seguro y afectuoso que la caracterizaba, se sentó a mi lado, me cogió las manos, yo no dije ni una palabra. Tras un rato mirándonos a los ojos, me dijo:
- Niña, hoy es tu turno.
- ¿Mi turno?-dije.
- Sí. Hoy, es tu turno. Hoy bailarás junto a tus hermanos.
- ¿De verdad abuela? Mmm… ¿Pero sabré hacerlo?
- Claro que sí. Ese baile es tuyo. Tu madre lo sembró en ti, y desde que naciste los estás regando con cada respiración. Cada vez que has dado las gracias, aunque te dijeran que no hacía falta, una gota; cada sonrisa, otra; cada carcajada, ¡¡muchas!! – y soltó una que le siguió una mía-. Cada caricia Alika, otras muchas más. Así que, la respuesta es sí, sabrás hacerlo.
Se llenaron mis ojos de lágrimas, y una fuerza subió desde debajo del estómago y me empujó a abrazar a mi abuela, entonces comencé a llorar. Nunca olvidaré cómo rodeó mi abuela con sus manos mi cabeza y acarició mi pelo con tanta paciente dulzura.
Han pasado más de 20 años y aún pienso que aquella danza es lo mejor que he sentido en mi vida. Es la perfecta enajenación que quisiera experimentar ahora mismo y cada día, pero lo había olvidado. El retumbar de las manos daban el sentido a cada paso que daba, llenaba el aire de vida al hacer vibrar la tierra con mis hermanos, dando sentido a la muerte de los despojos y el renacer de la cordura.
Ahora que el bosque que veo desde mi ventana es de color gris asfalto, los árboles son pequeños, y los animales tienen mi misma apariencia, quiero volver a cuidar la semilla que me regalaron. Limpiaré las raíces, pondré la tierra al sol, buscaré piedras para filtrar los puñados de tierra nueva y cada gota de agua que deje entrar.